II
EL LOBO SEDIENTO QUE
BAJÓ A LA FUENTE
La promesa
que un día nos hizo papá de llevarnos a Sierra Morena la ha cumplido; a moverlo
contribuyeron nuestros éxitos en los exámenes parciales de Semana Santa.
Después de
un viaje agradabilísimo en tren hasta la estación más próxima y el resto en
fuertes y seguros burros, llegamos, felizmente, a casa de Ramón. Hemos cenado
con gran apetito. Una sopa riquísima con hígado de res, corzo en conserva,
tasajo de ciervo y chorizo de jabalí. De postre, queso tierno de cabra,
elaborado por la señora Antonia, y dulcísima miel.
<<En
las quiebras de las peñas y en los huecos de los árboles>>… la encontró Manuel. Rústicos manjares, pero no he cenado nunca de tan buena gana. Quizá lo
largo del camino y el hambre que traía, pudieron influir. O será que en el
campo las comidas saben mejor.
¿Qué hacemos
ahora? Aquí no podemos salir de noche a jugar. Está obscuro y no se ve. En las
noches de luna y cielo claro, sí. Hoy no.
La atmósfera está densa y anubarrada y amenaza llover.
Estamos en
la primera estancia de la casita, a la vez cocina, portal y comedor. Hace muy
buena temperatura y por la puerta, que da al campo, entra un aire cálido y
aromado. Fuera, se proyecta un chorro de luz de un aparato de carburo, colgado
de un gancho que pende del techo.
¿Leemos?
Leer, no; estamos en vacaciones y no hay que leer. ¿Dormir? Tampoco. Yo no
tengo sueño todavía.
-Recemos el
Santo Rosario a la Virgen de la Cabeza, Reina de estas tierras de Andalucía, y
démosle gracias por haber llegado con bien los caminantes –dijo la dueña de la
casa.
-Por la
señal…
Una vez
terminado el rezo, mi papá y Manuel conversan animadamente. La señora
Antonina tiene sobre sus rodillas a mi hermanita, acariciándola y jugueteando
con ella; le hace hablar por oír su melodiosa voz y ésta le cuenta a su manera
la vida en la ciudad.
El hijo
mayor, José, un mocetón de dieciséis años, ha preparado sobre la mesa unos
cartuchos y se dispone a recargarlos. Sus tres pequeños hermanos y yo le
rodeamos por curiosidad. Yo nunca he visto hacer esa operación: quita el pistón
viejo del cartucho; pone otro nuevo, brillante; luego, echa pólvora con una
medida, coloca un taco y después lo llena de perdigones, balas o postas; una
tapa de cartón y lo rebordea con una maquinilla.
-¿Quieres
que te ayude? –le digo.
-¡No vas a
saber! ¡Mira: lo que puedes hacer es rebordear los que cargue yo! Es muy
delicado cargar cartuchos y no me fío todavía de ti.
Coge la
máquina y la sujeta con una tuerca al borde de la mesa, por la parte inferior.
-¡Así! ¿Lo
ves? Y se aprieta al mismo tiempo con esta palanca.
Quedo
enterado a la primera vez. ¡Ya sé una cosa más!
-¡Oye!, -le
digo, -¿y con esto se matan los lobos?
-Los lobos y
los corzos, las perdices o el jabalí, según es de gruesa la munición. Los conejos y liebres, con perdigones. Las
reses, con postas o balas. Y hay veces que hasta se matan los lobos con
perdigones. Depende principalmente de la
distancia.
-¿Has cazado
tú así los lobos alguna vez?
-¡Sí!...
Verás. Con perdigones le maté. El mozarrón hizo una pausa y luego continuó
mientras echaba la pólvora y los tacos dentro de un cartucho que preparaba.
-Era un día
de los más calurosos del verano. El sol quemaba como lumbre y tostaba las
hierbas y las matas, las pedrizas y las laderas de los montes. En esa época del
año, los regatos se consumen, los charcos se secan y las fuentes de agostan.
Apenas se ve agua por lado alguno. Queda muy poca en los campos que resista el
ardor del sol. Sin embargo, quedan algunas fuentes en lo más escondido y
apartado, donde penetran poco los rayos del sol a través de la espesura del
bosque.
Los animales
silvestres se mueren de sed y acuden a saciarla en esos charcos.
Por el día,
desde el amanecer, se ven concurrir al aguadero tórtolas, palomas torcaces,
perdices y la multitud de pajarillos.
Por la
noche, velados por la oscuridad, van el lobo, el corzo, el ciervo , el jabalí,
la liebre y el conejo, la raposa y el lince, la garduña y el gato montés.
Mi padre y
yo hacemos aguardos en las cercanías, donde nos colocamos al acecho. El aguardo
es una casita de maleza, donde se oculta el cazador. Tiene una ventanita,
chiquitita como una mirilla, por donde se vigila desde dentro y sale el cañón
de la escopeta…
-¿Me vas a
llevar? –interrumpo.
-Sí. Luego,
en su tiempo, te llevaré. Pero déjame que te lo cuente.
Había
transcurrido toda la mañana de aquel d´´ia sin que acudieran más que pájaros
incautos, a los cuales les dejaba ir. A eso de las ocho, cuando apretaba ya
bien el sol, oí cantar un bando de perdices, que no tardaron en aparecer. Iban
a llegar a la fuente y yo preparaba mi escopeta para disparar, cuando irrumpió
a grandes saltos un animal que corría furioso tras las perdices. Éstas volaron,
ahuyentadas, lanzando un graznido de terror: ¡Crag!... ¡Crag!... y yo,
aturrullado, no tuve tiempo de disparar el arma.
-¡Me ha
fastidiado! –Pensé-; ¡un perro de ganado me ha espantado la caza!
El can
corrió husmeando los volátiles, pero no tardó en volver.
-¡Ya está
aquí otra vez ese chucho! -me dije;-; ¡hoy no me deja cazar nada!
Iba yo a
salir del puesto para ahuyentarle, cuando el animal se puso a beber en la
fuente. Le tenía muy cerca de mí, viéndole claramente por el orificio de la
tronera. Reparé bien en él y vi con la natural sorpresa que no era un perro, como
había sospechado antes: era un lobo colosal, que sediento, sin duda, venía
también en pleno día a beber agua.
Disparé con
la carga que tenía en la escopeta, sin darme cuenta de que eran los perdigones,
que había puesto para las perdices. Además no me daba tiempo a poner otra,
porque podía el lobo notar algún movimiento y escapar.
¡Plum! El
animal cayó tendido y dentro de la charca, se incorporó y volvió a caer.
Entonces
salí de mi escondite y fui hacia él. Arrastrando los cuartos traseros, con los
ojos extraviados y fulminando odio y furor, se vino hacia mí.
-¡Muchacho…!
¡Cómo castañeteaba los dientes! Pero yo no me acobardé. Antes que llegara…
¡Plum!, le aticé el otro tiro en la cabeza y cayó rodando por el suelo.
Cuando lo
estaba sacando del barranco, llegó mi padre, que venía a buscarme, y dijo:
-¿Qué has hecho, niño; pero, has matado ese lobo?
-¡Usté verá! ¿Quién lo va a matar sino yo?
-¡Ahora digo
–va y dice- que has hecho más que yo y que todos los pastores y mastines de la
Raña y de Alcudia, que llevamos tras él muchos años sin poderle entrampar! Ese es el lobo
<<Nerón>>. ¡Mírale a ver si tiene una pata anudá!
Lo miré y,
efectivamente, la tenía.
-Sí –le
dije.
-Ese balazo
se lo di yo.
-Fíjate
ahora a ver si tiene la mano derecha desollada.
Lo examiné y
tenía un gran desgarrón en la piel, ya cicatrizado, pero sin pelo.
-¿Lo ves?
¿Lo ves? ¡Si le conoceré yo! –dijo mi padre-. Eso se lo hizo hace dos años en
el cepo grande al querer saltar a nuestro corral. Verás cómo tiene costurones
en el pescuezo y en los costillares. Esos se los han hecho los mastines, que
guardaban de noche los rebaños asaltados. Y también se le debe conocer un tiro
de postas que otro día le di en las ancas.
Y luego,
dirigiéndose al lobo, como si fuera capaz de escucharle, se desató en
imprecaciones a él.
-¡Ya caíste,
mantés! ¡Cuántas ovejas y carneros tendrás a tu cargo! ¿Y la cabrita que me
mataste el año pasado? ¡Ah, bandido! ¿Y el cordero blanco que te merendaste?
¡Hay que avisar a los ganaderos de que ya falleció el lobo
<<Nerón>>! ¡Era el lobo más bandolero y más astuto de la serranía!
¡Cuántos perros de caza y cuántos mastines se ha cargado el mantés! El perro
bueno que le seguía, cuando llegaba a lo espeso… se lo merendaba. ¡Qué gana
tenía Manuel de arrancarte la pellica, criminal! ¡Arrástralo p’acá, que lo
vamos a desollar!
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